La discusión en torno a la penalización del aborto ha enfrentado a
dos grupos claramente diferenciados: aquellos que, desde la óptica de
los derechos fundamentales a la vida, a la dignidad, a la libertad y a
la integridad de la mujer, apoyamos las observaciones del Presidente
Danilo Medina al Código Penal y luchamos por la despenalización de
algunos supuestos de aborto y quienes, sustentando una cosmovisión
religiosa del asunto, focalizada en la protección de la vida del
concebido, abogan por la penalización total del aborto.
Aunque ni un experimentado analista político como Orlando Gil se
atreve a predecir cuál de estos grupos prevalecerá en el Congreso, y no
obstante que es muy posible que, al final del día, los partidarios de la
penalización absoluta del aborto logren imponerse, principalmente por
el peso específico de la jerarquía católica en el establishment político
dominicano, apuesto porque lo que Francisco Álvarez Valdez ha llamado
una decisión “valiente, justa y constitucional” del Presidente Medina
prevalezca finalmente.
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Creo,
además, que la de Medina es la posición más popular pues el pueblo
dominicano muchas veces tiene la cordura y la mesura de colocarse por
encima de los prejuicios de sus elites y de sus líderes y no actuar como
la multitud ante Jesús y Barrabás.
Y es que el pueblo –y no solo los sectores más liberales y
progresistas de la sociedad- sabe bien que, si Medina pierde este round,
las más afectadas serán las mujeres más pobres de nuestro pueblo, pues
las clases media y alta podrán seguir sufragando abortos seguros dentro y
fuera del país, en la total impunidad que garantiza la reinante
hipocresía social dominicana y en contraste con las condiciones
infrahumanas en que abortan y mueren en consecuencia las desvalidas
mujeres de nuestros marginados campos y barrios.
Dicho lo anterior, que vengo sosteniendo desde 1994, ¿es cierto, como
afirman algunos liberales opuestos a la intervención de las iglesias en
los asuntos mundanos, que la religión no tiene nada que ver con la
política y que, por tanto, deben abandonar la arena pública y dejar que
los políticos resuelvan en términos seculares los problemas de los
asociados en la comunidad política? Lo primero es que, en un Estado
secular como el dominicano, Estado y religión están separados, por lo
que el Estado renuncia a una legitimación religiosa por parte de las
iglesias y estas renuncian a pretensiones de dominio político y
privilegios.
El Estado es neutral respecto a las diferentes cosmovisiones pues no
hay iglesia oficial. Y lo que no es menos importante: como afirma
Habermas, los argumentos que “impliquen la pretensión de la verdad de la
religión” no devienen legales por esa mera pretensión, como –según dijo
hace años Nassef Perdomo- parece inferirse de la afirmación de la
Suprema Corte de Justicia, al momento de declarar constitucional el
Concordato que une al Estado dominicano con el Vaticano, de que “es un
hecho admitido que la religión católica es la revelada por Jesucristo y
conservada por la Iglesia Romana y por miles de millones de personas en
todo el mundo por más de dos milenios”, cosa que, aunque es un dogma
incuestionable para quienes profesamos la fe católica, aparte de ser un
pronunciamiento sectario de esa Alta Corte frente a las demás
confesiones cristianas, en modo alguno puede convertirse en un argumento
jurídico que sirva de sustento a una decisión jurisdiccional.
Ahora bien, que las iglesias no puedan imponer a los ciudadanos sus
creencias y formas de vida usando el brazo secular estatal, que no es
aceptable en un Estado Constitucional que se asiente legítimamente en el
poder un fundamentalismo religioso que erosione las libertades, y que
el Estado no debe identificarse con los contenidos de una iglesia o
religión, no significa que el Estado asuma como religión civil un
fundamentalismo secular.
Es más, la religión es “una reserva ética
irrenunciable del Estado secular” (Thesing), el cual vive “de los
impulsos y las fuerzas que la fe religiosa transmite a sus ciudadanos”
(Bockenforde), por lo que las iglesias pueden perfectamente formular un
juicio ético sobre las leyes del Estado. Esa capacidad de las religiones
de darle sentido a la vida de los ciudadanos es lo que explica la
presencia en nuestra Constitución no solo de las denominadas “cláusulas
Dios” (Preámbulo, lema nacional de “Dios, Patria y Libertad”, la Biblia
en el centro del Escudo Nacional) sino, sobre todo, de los valores de la
dignidad humana, la igualdad y la inviolabilidad de la vida que son
herencia de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del
amor y de la cual se nutre el Estado Constitucional.
Como afirma Habermas, los ciudadanos secularizados no debemos ni
negarle un “potencial de verdad” a las cosmovisiones religiosas ni
oponernos a que nuestros conciudadanos creyentes contribuyan al debate
público en su “lenguaje religioso”. Más aún, es nuestro deber traducir a
un “lenguaje públicamente accesible” los aportes religiosos de nuestros
conciudadanos creyentes que puedan ser relevantes, como resulta ser, en
el polémico tema del aborto, el llamado de las iglesias a defender la
vida del concebido.
Constitución, Dios, iglesias y aborto
Reviewed by Emma Pérez
on
diciembre 12, 2014
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